Nunca habíamos vuelto tan pronto a casa, a mediados de agosto estamos en general viviendo aventuras todavía, pero este es un año especial y las cosas empezaban a ponerse feas de nuevo, se estaba acabando la tregua y había que volver a la madriguera, a empezar un nuevo año escolar incierto, variable y triste como pocos.
Las vueltas siempre suelen ser tristes y esta lo era especialmente, aunque nuestra hija regresaba a casa, después de una aventura que había durado más de un año y eso le daba un sentido a todo. Había un objetivo.
Para despedirnos de España paramos a comer en Deva, y qué bien comimos… El país vasco es punto y aparte. Un poco lioso encontrar donde comer y aparcar y ese tipo de cosas en pleno agosto, pero lo conseguimos.
La primera noche la pasamos en Pau pero el hotel estaba en las afueras y aunque la ciudad es maja, ya la conocemos y estábamos cansados, así que piscineamos un poco y le dimos una vuelta a los centros comerciales donde estábamos. Un poco decadente todo pero nuestro hijo estaba contento, así que bien y yo no volví a coger el coche para luchar contra los elementos, que me quedaban todavía 3 días de viaje…
Como era sábado 15 de agosto (solo a nosotros se nos ocurre ponernos en marcha un día así) no se encontraba hotel en ninguna parte y tuvimos que cambiar de ruta, salimos de las autopistas y nos adentramos en carreteras, en la Francia más rural. Fuimos a Castres, un pueblo majo y tranquilo, a un hotel muy mono. Recorrimos el pueblo, comimos en una terraza mirando el río y descansamos mucho, a pesar de las fechas. Fue una buena elección forzada.
El penúltimo día de viaje coincidía con un domingo de agosto y era de esperar lo peor. Habíamos reservado en Montelimar, localidad con nombre de cuento, pero había mucha cola de coches y reculamos a Avignon, que ya conocemos muy bien. Esto de la tecnología es mágico a veces, por ella te enteras de que vas a estar demasiado tiempo en la carretera y con ella anulas y realizas reservas a la velocidad del rayo. A veces nos desespera pero es indudable que es útil.
Avignon siempre es agradable y el hotel estaba muy bien, fuera del centro pero cerca en coche y con piscina, billar y otras atracciones.
Después de eso, un viaje más y a casa. A meternos en casa y salir poco. Menos mal que organizamos un viaje a finales de septiembre a Trieste, aprovechando el incentivo estatal al turismo, que se ha quedado en nuestra memoria como si fuera un vergel en un árido desierto. Desde entonces aquí estamos, pocas salidas, pocas alegrías y muchas prohibiciones que uno sortea como puede para sobrevivir anímica y psicológicamente.
Sueño con viajar y en estos días me vienen a la cabeza los sitios más estrambóticos, sitios a lo mejor destartalados, sin mucha gracia, en los que he estado alguna vez y que ahora me parecen maravillas porque querría estar en cualquier parte, porque quisiera volver a sentirme libre. Me asaltan imágenes de cientos de sitios.
Esta temporada de restricciones está siendo muy larga y dentro de nada ya no tendré viajes que contar…